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UN PERRO PASTOR ALEMAN LLAMADO TONY

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Agustin Villacis UN PERRO PASTOR ALEMAN LLAMADO TONY

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Amaneció frío aquel día de agosto en Cuenca, y la ciudad estaba cubierta por neblina. Recuerdo que era un sábado, y aún no habíamos encontrado a nuestro perro, un hermoso pastor alemán que había sido parte de nuestra familia por muchos años. Mi hermano y yo salimos en busca del Tony, así se llamaba. Mi hermano tenía 14 años, y yo 17, y ese día salimos a buscarlo. Caminamos por la ciudad por casi tres horas, el perro había estado perdido por cuatro días, y era inusual que no hubiera regresado a casa. Al Tony le gustaba escaparse de la casa apenas la oportunidad se presentaba. Era común verlo escondido entre los muebles, esperando y observando los movimientos de cada uno. Al menor descuido al abrir la puerta, el Tony salía disparado hacia la calle y emprendía una gran carrera, era difícil alcanzarlo. Era un verdadero atleta, corría largas distancias sin cansarse, escalaba paredes dando un fuerte brinco y era muy territorial. Se embarcaba en grandes peleas cada vez que veía amenazado su territorio. Siempre regresaba, pues su más grande virtud era la fidelidad. Recordar cómo conocimos al Tony es la historia más linda. En un verano, tres años atrás, mis padres decidieron arreglar su casa en San Rafael, en el Valle de los Chillos, cerca de Quito, Ecuador. Mi madre, mi hermano y yo fuimos a Quito aquel verano por un par de meses para revisar los arreglos de la casa. Habíamos

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acomodado un dormitorio en la casa para poder pasar el verano, mientras el resto de la vivienda estaba en remodelación. No había ventanas, ni pisos, y era un poco inseguro. Recuerdo aquella casa: era grande, de estilo español, de color blanco, con tejas rojizas. Al frente de la casa había un gran patio que daba a la calle principal, y esto hacía que quedase en una esquina en la parte posterior del terreno. En aquel tiempo el valle no estaba muy poblado, había pocas familias que vivíamos en ese barrio, las calles eran de piedra, y solo nos acompañaba una iglesia que se veía desde la parte trasera de la casa, la Iglesia del Señor de los Puentes. Todas las mañanas se escuchaba repicar las campanas de la iglesia anunciando la misa de las siete. Un día, mientras mi hermano y yo jugábamos en el patio, vimos al frente de la casa un par de ojos negros brillando, era un hermoso pastor alemán de orejas muy grandes, en cuya mirada se veían reflejados nuestros rostros. Él nos observó, mi hermano y yo por un momento tuvimos miedo y no nos acercamos. El perro nos miró y luego se fue, lo vimos marcharse corriendo: a medida que se iba acercando al final de la calle, el Tony tomaba más velocidad y de un brinco escalaba la pared de la casa de la esquina. En ese instante supimos dónde vivía el Tony. Una mañana un grupo de vacas había ingresado al patio de nuestra casa a comerse el pasto. Mi hermano y

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yo salimos a tratar de sacarlas y de pronto vimos al Tony entrar en acción y comenzar a ladrar y morder los rabos de las vacas, se movía de un lado a otro, hasta que logró sacarlas del patio. Nos quedamos observando, luego el Tony caminó hacia nosotros, su trompa estaba abierta, y su corazón latía rápidamente. Se acercó, bajó sus orejas y se sentó junto a nosotros. Desde ese momento el Tony nunca más se separó de nuestra familia. Nuestra búsqueda continuaba sin éxito, había dejado de llover, y el sol comenzaba a aparecer. Mi hermano y yo nos sentamos a descansar frente al río, tratando de pensar dónde podía haber ido el Tony. Recordamos aquel día que teníamos que regresar, al final del verano. Habíamos empacado todo en el auto y debíamos partir. El Tony nos miraba y aullaba, lloraba, él sabía que nos íbamos. Nos miró con sus ojos caídos, nos despedimos de él, le dimos un fuerte abrazo y emprendimos nuestra marcha. El perro corría detrás del auto, pidiéndonos que no lo dejásemos, mi madre no podía acelerar el auto, pues el perro continuaba corriendo detrás del auto. Todos derramamos lágrimas, mi madre detuvo el auto, mi hermano abrió la puerta, y el perro saltó dentro del auto y se marchó de su casa. Él decidió cambiar su destino, cambió su hogar por el nuestro, su familia no cuidaba de él, quería ser amado, por eso se marchó. Mi madre llamó a sus dueños y les

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compró el perro, y mi hermano y yo cuidamos del Tony desde ese momento. Era nuestra costumbre en vacaciones ir de visita a Guayaquil y visitar nuestros abuelos. En cada vacación nos íbamos a la hacienda de mis abuelos y allí pasábamos dos meses, y el Tony siempre iba con nosotros. En cada madrugada, los empleados de la hacienda sacaban el ganado de los corrales y lo llevaban hacia dentro de la hacienda, cerca de las fuentes de agua para que pudiesen comer y beber. Yo solía despertar muy temprano, me arrimaba junto a la puerta de madera del corral a observar al ganado salir, y el Tony siempre se acercaba. Durante el día, pasamos montando a caballo, y el Tony nos seguía, molestaba a los caballos, y creo que alguna vez recibió algunas patadas. Mientras cabalgamos, el Tony corría libre por las laderas de la hacienda. Era un perro curioso y muy valiente, le gustaba pararse en la cima de una ladera, elevaba sus orejas, nos miraba y ladraba muy fuerte, como queriendo indicarnos una ruta. Era como que él entendía, sabía cuándo estábamos alegres o tristes. Al caer la tarde, el Tony seguía a los vaqueros que iban a recoger el ganado. Era un verdadero espectáculo verlo arrear a los animales, corría de un lado a otro, ladraba, perseguía las vacas que se apartaban y siempre las mantenía en orden. Así continuaba, hasta que lograba que todo el ganado ingresara a los corrales. Luego iba a donde estábamos nosotros, todo sucio de lodo y monte, a veces con sus patas lastimadas. Mi hermano y yo

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lo bañábamos, le dábamos de comer, y el perro se acostaba al filo de una hamaca a esperar caer la noche. Habíamos esperado un buen tiempo, y el Tony no aparecía, decidimos regresar a casa. Esa noche el Tony volvió, su caminar era distinto, sus ojos estaban caídos, ladraba muy suavemente. Lo llevamos a la terraza de la casa, él nos miró a los ojos, nos lamió las manos y empezó a llorar. Ladró mucho, saltaba de dolor, corría de un lado a otro. Mi hermano y yo queríamos tomarlo y ayudarlo, pero él no lo permitía. De pronto se acostó, empezó a botar espuma por su trompa. Mi hermano gritaba, quisimos ayudarlo, pero el Tony levantó su mirada una última vez y cerró sus ojos para siempre. Había sido envenenado, alcanzó a volver para morir en nuestros brazos. Los dos acariciamos su lomo, su pelaje era de color negro y oro, sus muslos eran fuertes, su cuello ancho, y su trompa muy erguida. El Tony había muerto, recogimos su cuerpo y lo enterramos en el patio de la casa bajo un árbol de pera, a la sombra eterna de nuestro amor.