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Un dia con el abuelo

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Agustin Villacis Un día con el abuelo

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Un día con el abuelo Esta mañana fui a visitar tu tumba, tu nombre escrito sobre la lápida se confundía en una pared blanca con cientos de nombres de quienes ya se han marchado de este mundo. Coloqué una flor, golpeé con las palmas de mis manos la superficie de tu nombre pretendiendo que sepas que estaba allí. Me quedé observando, los recuerdos vinieron, empecé a revivir tu imagen alegre cada domingo por la tarde, cuando tu casa se llenaba de hijos y de nietos. Mis padres y yo íbamos a la misa de las seis de la tarde a la iglesia de San Alejo y luego pasábamos a visitarte. Eras muy paciente, pues mis primos y yo hacíamos un desorden muy grande. Nos gustaba jugar al futbol, con una pelota hecha con medias, en un pequeño corredor oscuro que unía la sala y los cuartos. Las vivencias y las emociones volvieron a recorrer mis venas al pensar en aquel cuarto que tenía una hamaca en donde jugábamos a ser bomberos que rescataban a la gente de grandes incendios, que solo ocurrían en nuestras mentes. Al momento de partir, nos regalabas una moneda a cada uno de nosotros. Yo podía verte cuando salías a la ventana de la casa a despedirnos. Mi memoria me revive aquel día que pasé contigo, yo tenía 11 años, amaneció, y tomamos el desayuno con un pedazo de queso, pan y café negro. Siempre tenías en el centro de la mesa un gran queso redondo y grande. Nos

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vestimos, tú te pusiste una camisa blanca de manga corta, una corbata y un pantalón gris. El cinturón lo llevabas muy alto, en tu vientre, pues tu contextura era gruesa, y eras bajo de estatura. Tenías poca cabellera y usabas unos lentes negros. Tomaste mi mano, y bajamos a la calle, yo te miraba y estaba muy alegre, pues iba a pasar todo un día contigo. Caminamos por la vereda hacia tu trabajo, hicimos una primera parada en la iglesia de San Alejo. Entramos, vi cómo te arrodillaste a orar, me quedé observándote por unos minutos y luego miré la iglesia, un sentimiento de paz penetró mi corazón. Yo permanecía inmóvil junto a ti; escuchaba tus rezos por la abuela, por tus hijos y por tus nietos. Le pedías a Dios por cada uno de nosotros. Luego te levantaste, tomaste mi mano, y caminamos hacia el altar. Allí pusiste tu mano sobre mi cabeza, y sentí que le pedías algo a Dios. Empezamos a caminar, miré hacia atrás y vi un gran Cristo de madera al fondo, las butacas vacías y las velas encendidas alumbrando cada santo. Te miré, abuelo, te sonreí, me abrazaste, y seguimos nuestro camino. En la calle ibas saludando a mucha gente, te detenías y conversabas con el dueño de la tienda, con el farmacéutico; todos te decían “Buen día, don Bolívar”, y tú conversabas de cualquier tema con ellos. Era lento avanzar de una cuadra a otra, pues tenías muchos amigos; te tomabas todo el tiempo del mundo para disfrutar de la caminata a tu trabajo. Nos detuvimos en una barbería, había un par de señores mayores cortándose

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el cabello. Le pediste que me cortasen el cabello, corte cadete, mientras tú leías el Telégrafo, el periódico de la ciudad, donde escribías con el seudónimo “Pepín de la Fuente”. Yo te miraba por el espejo y podía verte cambiar las páginas de aquel diario y al mismo tiempo observar cómo me pelaban. ¿Sabes, abuelo?: ¡aún me hago el corte cadete en el cabello, pues no tengo mucho! Salimos de la barbería hacia el centro de la ciudad. Había mucho bullicio; carros y vendedores ambulantes encendían las calles con energía. Caminábamos buscando espacio entre la multitud que llenaba las veredas hasta llegar a la librería de mi tío, donde tú trabajabas. Recuerdo que allí me enseñaste cómo se fabricaban las pastillas Calmantinas, que eran buenas para el dolor de cabeza. Me parece que en la parte trasera de la librería había una pequeña factoría, donde unas máquinas color verde hacían la mezcla de las pastillas. Me enseñaste cada uno de los procesos de fabricación, y yo trataba de entender, solo observaba a los empleados con sus mandiles blancos trabajando en cada máquina. Eras bromista, pues recuerdo que a todos los saludabas con algún chiste, y tu personalidad era una mezcla de hombre intelectual, reflexivo y profundo en tus pensamientos, lleno de paz. Habías comprendido el valor del tiempo, de una enseñanza, a compartir con el ejemplo, sabías ser un buen

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amigo y un hombre humilde y comprensivo. Yo era muy pequeño, pero podía percibir tu alma, tu espíritu, podía leer entre las líneas de tus enseñanzas el amor de tu ser. Leo tu nombre nuevamente sobre la lápida de tu tumba, y un orgullo invade mi corazón, lágrimas se derraman sobre mis mejillas, y sonrío al evocar aquel día. Caminamos de regreso a casa al mediodía y almorzamos, junto a la abuela, una sopa que solo ella sabía preparar, le contamos nuestro día, reímos con ella y luego fuimos al cuarto de la hamaca, aquel cuarto que en los domingos era el escenario de juegos y risas entre primos. ¡Nos acostamos en la hamaca, y nos quedamos dormidos! Toco tu tumba nuevamente, te digo adiós y me marcho. Le sonrío a la vida, pues te llevo en mi corazón.